Del Novicio al Dragón Dorado

Nunca busqué dominar el mahjong. Busqué comprenderlo. Al principio, era solo ruido: fichas como algoritmos de casino gritando por dopamina. Pero en la quietud entre manos, bajo lámparas tenues tras el trabajo, algo cambió. El mahjong se volvió un enigma susurrado por la intuición ancestral: cada jugada, un aliento calculado; cada victoria, un acto de soberanía. Dejé de perseguir ‘tasas de ganancia’ y empecé a observar patrones —no en hojas de cálculo, sino en silencio. El verdadero ‘Dragón Dorado’ no vive en bonos ni eventos programados: vive en la pausa entre jugadas. Es la confianza serena de saber cuándo doblar. Mi ‘Mahjong Dragón Dorado’ no se juega con codicia, sino con reverencia: 30 minutos después del trabajo, el té enfriándose a mi lado, los ojos fijos en el tablero como estrellas sobre medianoche. Ningún premio importa más que la presencia. Las apuestas más altas no son financieras: son existenciales. Cuando juegas no para ganar—sino para escuchar—comienzas a oír el ritmo de tus propias elecciones.